THE SHAPE OF WATER – La forma del agua

Estupor causa saber que este film tiene 13 nominaciones al Oscar y que ha sido ganador de premios alrededor del mundo. Inentendibles las pomposas críticas que lo elevan como “una de las razones por las que amamos el cine”. Podría haberlo sido hace 50 años y podría haberlo logrado con otro director. Guillermo del Toro resalta en este film que lo único con lo cual transmite alguna sensación y emoción es con los pasajes más gores, como suele hacerlo siempre, lo que a la vez redunda en que es un cine para la anoréxica sensiblería que vive Hollywood hoy: films que para tocar fibras van a lo más explícito y torpe, gravitando en lo emocionalmente morosos en que nos han/hemos convertido.

Atiborrado de espacios comunes, que parecen ser justificados por la mudez de la protagonista y la imposibilidad linguística de este aquaman sin facha, el film homenajea a diferentes obras del cine clásico y del contemporáneo, subsistiendo únicamente allí, para no actualizarse, claramante el cine, y los espectadores, cambiaron mucho en la cantidad de décadas que separan de la fecha a la cual este film pareciera pertenecer, aunque tampoco logra serle fiel aquella época. Si fuera explicitamente cine clásico uno entendería la intención, en este caso resulta una amorfo pastiche de un montaje absolutamente deficiente, que corta y pega situaciones, quedándose a medio camino entre lo abrupto y disruptivo y el naturalismo clásico.

La fotografía, de la cual uno esperaba cierta espectacularidad, deslumbra en varios lapsos pero hace agua, valga la redundancia, en las tomas acuáticas, merodeando entre la iluminación “natural” y una artificialidad que no aporta en lo estético ni en lo dramático. Donde si hace pié Del Toro es en algunos episodios bizzarros de un humor macabro, que imprimen la huella del “incorregible” autor y que nos sacan más de una sonrisa cómplice, llamando la atención en una obra que tan enmarcada está por la hipocresía del mainstream norteamericano.

En búsqueda de una moraleja del tinte berreta al cual la Academia nos tiene acostumbrados, rebozante de “corrección política” y moral, podría sugerirse que la rídicula cantidad de nominaciones a los Oscars del film de Del Toro es más una forma de salvataje que un reconocimiento, a tal plomazo cinematográfico al cual tanta gente parte sus manos aplaudiendo.

JULIÁN NASSIF  

THE KILLING OF A SACRED DEER – “El sacrificio del ciervo sagrado”

Un mundo aparte es el que reúne las aparentes y/o efectivas relaciones y metáforas que uno puede asociar al plano religioso y mitológico en el nuevo film de Yorgos Lanthimos, quien supo destacarse en el espectro cinematográfico internacional con “The Lobster”, un film intrincado donde incursiona la participación de Colin Farrell, al que vuelve a convocar para uno de sus films más perturbadores y asfixiantes, repleto de homenajes y referencias, invocando al thriller psicológico de Michael Haneke, lo más “border” de Aronofsky y la meticulosidad estética y narrativa de Kubrick.

 

Desde la acústica armónica belleza de Schubert, que ejemplifica el contra punto audiovisual, hasta los cellos y acordeones disonantes que apuñalan tensión, “El sacrificio del ciervo sagrado” ahonda una historia potente y persecutoria que asfixia y oprime al espectador en un escenario de un tinte tan artificial como un shopping, donde los personajes inhumanos y robóticos se humanizan y descontracturan frente al más extremo de los trastornos emocionales, en un racconto que se hace huella en Lanthimos, destacando repetidamente la conversión desde lo biológico hacia lo mecánico y automatizado, como evidenciando la sociedad a la que nos han llevado y sometido.

 

Entre los laberínticos acompañamientos de una cámara picada, las extraordinarias angulaciones y los sucesivos travellings in que siempre se acercan hasta el recorte opresivo de un primerísimo primer plano, Yorgos logra romper la simetría estética que plantea constantemente, donde la puesta de cámara es lo único que parece irrumpir la monotonía, hasta que el primer plot point desencadena la desesperación controlada.

 

Lo “plástica” que se ha vuelto Nicole Kidman parece ser clave en su casting, donde, acompañada de su belleza seriada, explota artificialidad, barajando una conducta inmutable y masturbaciones pasajeras, concretando el eslabón que aúna la cadena de un film disruptivo que aún mantiene sus partes unidas por la capacidad narrativa del autor.

 

Provocadora de reacciones físicas similares a la repugnante “Mother” de Aronofsky y a la absolutamente turbadora “Goodnight mommy” de Severin Fiala y Veronika Franz, “The killing of a sacred deer” apela a un “mejor” gusto y a un desarrollo de los elementos que abarca, como la culpa y la “justicia divina”, de una forma menos gore y un tanto más accesible, donde las brutalidades que suceden parecerían tener más sustento que en las otras obras, por más que uno salga de la sala rebosante de incógnitas.

JULIÁN NASSIF

 

ALL THE MONEY IN THE WORLD – “Todo el dinero del mundo”

Desde hace ya décadas Ridley Scott oscila en la calidad de sus productos, con resultados mediocres en películas cómo “The Counselor” y “Exodus”, y otros extraordinarios como la reciente “The Martian”.

En lo que podría marcarse como su “segunda” etapa dentro de la realización cinematográfica, siendo la primera aquella de gloria donde realizó obras maestras del cine como “Alien” y “Blade Runner” (y mucho más también), Scott deambuló entre varios diferentes estilos logrando solo hacer pié en aquello que lo llevó al estrellato: la ciencia ficción.

Pareciera estar realmente en su salsa cuando puede desarrollar historias que suceden en mundos alejados, ya sea por la distancia en kilómetros o en años y, mejor aún, cuando los protagonistas de aquellas obras tienen largos pasajes monologados, como supo ser Matt Damon en su brillante interpretación dentro de “The Martian”.

Cuando se aleja de aquel género es cuando su trabajo se vuelve un poco más agridulce, y es justamente ese uno de los casos que nos convoca. “All the money in the world” no logra transmitir ninguna de las piezas claves del cine clásico “Hollywoodense”. Por fuera de algúna lejana sensación de intriga sobre “que es lo que va a pasar con el secuestrado”, “Todo el dinero del mundo” redunda en más de dos horas de un relato que no invita ni convida. Con situaciones y personajes estereotipados que no logran llenar sus zapatos siquiera con la variedad de pintorescas locaciones alrededor del mundo (cosa que se repite en los últimos films de “intriga” del director).

Las actuaciones son correctas aunque uno podía llegar eserar algo más que este límpido Mark Whalberg que, por más que nunca nos despeina con actuaciones extraordinarias, siempre parece cumplir y estar a la altura. Aquí aparece completamente desdibujado en un personaje que podría haber dado más de haber sido construído de una mejor manera. Quien se lleva un par de porotos es Christopher Plummer, en una obra que rompe récords por ser la primera en volver a rodarse las escenas de todo un personaje junto a su elenco después de que hayan eliminado del film a Kevin Spacey, con todas sus escenas rodadas, luego de que viera la luz el escándalo por abusos que parece haberlo erradicado, no solo de la industria, sino que también de la faz de la tierra, siendo uno de los actores más destacados y talentosos de las últimas décadas.

La fotografía es un tema aparte. Es de lo más bajo del film, cosa que llama la atención ya que su director de fotografía, Dariusz Wolski, había logrado un muy buen producto en “The Martian”. Aquí nos entrega un elemento más para que los amantes del fílmico sigamos despotricando contra el digital. En las altas luces el video pierde información y está en búsqueda constante de agregar elementos de arte como humo y polvo para lograr que la iluminación aporte algo de textura y clima. En los pasajes donde no había forma de incluirlos el film da la sensación de “casero” y solo encuentra comodidad artística en los momentos de mayor contraste y claroscuros.

Lo más llamativo del film es que con las caras que cuenta y los elementos de la vida real en los que se basa no haya logrado desarrollar el drama de una forma más interesante y atrapante, recayendo en algo tan típico y superficial. De esas películas que uno festeja en un bus de larga distancia pero que nunca pondría en su pantalla. Llamativo que una historia que relata como el hombre más rico del mundo no quiso pagar el rescate de su nieto por ser inconmensurablemente tacaño no tenga más gancho en la pantalla.

JULIÁN NASSIF

 

THE POST

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En tiempos donde la intervención de la prensa en las políticas es clara y declarada pareciera sospechoso recibir un film de las características de la última obra de Steven Spielberg. Las corporaciones que hoy en día llevan a los presidentes a sus puestos (y a ser electos) muchas veces suelen ser las mismas que son dueñas de los medios de comunicación. Mas allá aún, son pocos los conglomerados corporativos que engloban a las empresas de todo el mundo y ellos están regidos por cúpulas de aún menos integrantes.

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Son las claras evidencias que se han demostrado, de manera explicita y de la implícita también, de la influencia (por que no la propia construcción) en la opinión pública de los medios de comunicación, por lo general unificados detrás de una corporación que desarrolla e instala la tan de moda posverdad según sus intereses económicos y políticos, las que en este film parecen intentar evitarse al buscar destacar una supuesta intención de tintes casi evangelistas por encontrar la verdad e iluminar al pueblo, “a los gobernados, no a los gobernantes” (The Post dixit), en una sucesión de secuencias románticas en las que Meryl Streep y Tom Hanks pelean por quien interpretar el papel más estereotipado en escenas que parecen haber sido realizadas únicamente para el “videíto” que antecede las entregas de premios.

Redunda Spielberg en una etapa donde parece intentar contar la historia de su país con una mentirosa inocencia, poderosamente obvia y recalcitrante en la tan peligrosa hipocresía hollywoodense. Mostrar al periodismo como aquel hombre de la caverna que descubriendo el fuego iluminaba el camino de aquellos otros de forma ingenua y desinteresada es, definitivamente, una acción política.

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Evidentemente el espectador medio quedará endulzado con aquel edulcorante cancerígeno que algunos sectores de la sociedad quieren instalarnos como simples casualidades. Aquel un poco más atento, sentirá el rigor de la caricaturización de algunos personajes claves de la política estadounidense y una doble moral temerosa que pareciera desprenderse del jinete de la tercera edad que tarde o temprano se derrumba por derecha.

JULIÁN NASSIF